Vi con dolorosa preocupación las escaleras mecánicas del metro. Estas ayudantes en el ascenso-salida desesperado donde la maleta pesa menos y se ahorra el andar, monstruo devorador de crocs y voluntades: están próximas a desaparecer frente a un invento innovador de algún genio que ha pasado, de seguro, noches sin dormir. ¿Cómo es esto posible?
En la última semana el grupo literario viajó a Caracas. Nos encontramos entre las masas amplias de gente sudada, presurosa y malhumorada, como jóvenes encapsulados. Antes de que se lo pregunten, sí, logramos pasar «lisos» nuestra semana. Fuimos a nuestras jornadas de crítica lo más tranquilos de la vida, hicimos nuestro trabajo: presentamos ponencias, escuchamos ponencias y devoramos los refrigerios que nos ofrecían. La Católica queda lejos y el trasporte más rápido y bueno, «»»seguro»»» es el metro; este nos dejaba solo a una pasarela de distancia y era nuestro principal medio de transporte. Perdí la cuenta de cuántas veces abordamos el metro, entre entradas, salidas, subidas, bajadas, apretujes, la voz como una letanía: «cuatro caramelos por cien, ¡llévelos!, avanzo, de coco o jengibre mi gente». También nos tomaron por sorpresa las horas pico, hasta un retraso, pero lo logramos. En una de esas tantas repeticiones, al final o al comienzo del día, vimos que el suelo justo al lado de la escalera automática se plegaba formando unos ángulos perfectamente trazados y subía -o bajaba, quizás ambas-, parecía una escalera mecánica pero de concreto ¡y no se movía!
Estábamos sorprendidos ante aquel maravilloso hallazgo, a tal punto, que nos pareció imposible salir hacia la luz incandescente a través de aquel curioso mecanismo. Escalones inamovibles, siempre angulares como esperando a un pie próximo. El pasamanos era igual, estático, nada que podías jugar a sentarte y dejar que la cinta te llevase. Muy raro. Eso era algo que solo había podido salir de algún poema nuestro. Nos pareció, de verdad, muy raro. Veíamos a la gente apretujarse para abordar las escaleras mecánicas y allí estaban estas, vacías, solo unos cuatro o cinco peatones subían -o bajaban, quizás ambas- y lo hacían mucho más rápido. Nos preocupamos: ¡pobres escaleras mecánicas! destinadas a desaparecer cuando todos se enteraran de aquella cosa que también servía para subir. Nos acercamos a una señora que iba presurosa y la bola de gente aglomerada en la pequeña boquita de las escaleras no la dejaba pasar:
-Venga, señora, suba por aquí es más rápido.
-Ay, no es que me caso de una -dijo con gesto de asco.
Y no entendimos, de verdad que no. Vimos también como todos miraban con recelo a los que subían sin problemas las inmóviles escaleras. Sí era cierto que se cansaban, jadeaban un poco y hasta podían sudar pero en la cima se veían sonrientes y victoriosos. ¿Por qué la gente no subía por allí? Mientras íbamos emprendiendo nuestro ascenso hacía esa luz que pareciera venir de otro mundo -el metro lo es-, como cuatro poetas que somos pensamos y reflexionamos sobre aquello y nos dimos cuenta qué era aquel hermoso logro de la arquitectura e ingeniería poética: una metáfora.
Sí, como lo leen, una metáfora y no cualquiera: de país. La idea fue como el bombillo sobre la cabeza de Eddison, como la explosión del big-bang, como los disparos cruzando las calles caraqueñas. Es gracioso que nosotros nouvelles en el metro, jóvenes solos en Caracas, turistas pues, turistas, pudiésemos darnos cuenta de ello. ¿Alguien más lo habría pensado? No sé, pero el país funciona como una estación del metro y sus escaleras. Hay muchos buscando la salida fácil, el atajo, lo que menos canse y se apelotonan, golpean, pasan unos sobre otros y se apretujan para llegar tarde, muy tarde -igual no les importa-. Mientras del otro lado, allí cerca, están los que suben sin problemas (con maletas tan pesadas como las que llevamos cargadas de libros) y llegan -incluso más rápido que los otros- pero son mirados feo y desdeñados por presurosos y entonces ellos son los facilistas, los que sudan y que no delegan lo que sus propias piernas pueden hacer. Y este es el país que tenemos, doloroso como una croc rompiéndose tras la mordida del monstruo, perezoso como un despertar y abarrotado como la escalera.
Aquella idea nos entristeció mucho, pensamos que lo mejor era eliminarla para hacer un bien, por eso del deber moral. Así que fuimos a conseguir un par de mazos y le dimos con toda la fuerza antes los ojos asombrados de la gente. Y lo hicimos, la destruimos y la dejamos hecha pedazos para luego tomar camino y seguir con la rutina.