Al verla zarpar, crucé a nado esa fétida ciénega, atravesé una callejuela de tierra seca y piedras, y pedaleé para aprovechar el asfalto. Mis harapos no me avergonzaban del todo, pero seguían desagarrándose con el viento.
Mi sotana y un bautizo esperaban por mi cuando irrumpí en el templo, pero en una nota sobre el atril se leía <<El rito de la infante puede esperar. Sigue tu rumbo hacia mi puerta, siempre está abierta para ti. Te esperamos con trapos limpios y una cobija, también te guardamos un plato de comida>>.
Eché a pedalear de nuevo: atravesé el pasillo formado por miradas confusas y rodé en picada por su barrio. Luego de buscarla calle por calle, la fatiga logró alcanzarme y me desplomé en la acera. Aunque me atormentaba el golpeteo desatado por mi esa madrugada en la puerta del palafito donde la encontré, no perdía la esperanza de verla llegar a mi auxilio con un manto y algo de sopa, pero sólo me arropó la tempestad de la noche.
No le volví a encontrar el rastro a mi fe.