Siempre recordaré el día que llegó el libro a mis manos. Grueso, marcado por el tiempo, como una piedra brava. De manos nobles, aquel ejemplar que tanto había codiciado para mi biblioteca, llegó sin buscarlo. Recordaré también, que nunca salió de la sucursal que había materializado al lado de mi cama, lugar privilegiado para mis libros, pues era como una sala de espera para ser descubiertos, desnudados, devorados. No olvidaré tampoco la extraña sucesión de hechos alrededor de aquel libro, todas las noches en vela que me provocó, como si hubiese estado escrito, en otro libro, la historia de esos días. No olvidaré el susto, principalmente, la llamada anterior a eso, que provoco un oscuro sonido que penetró mi piel, hizo erizar mis cabellos tras la nuca y me recorrió ese frío que, al sentirlo, uno intuye que significa.
El carro partió de la casa, lo recuerdo bien, él se había puesto una camisa verde a rayas y un pantalón jean. No pensó mucho para salir, pues esas fueron las primeras prendas que encontró; era como si la calle lo llamara, lo invitara a pasearse sin control porque no había peligro, eso parecía. En la tarde habíamos estado tranquilos, escuchando el azul vibrar de las cuerdas de un violín, viendo cómo las manos agiles del director dibujaban en el aire compases llenos de gala y dulzura, como si fuese, antes que músico, un pintor que traza líneas imaginarias y con una pintura diluida. Reíamos, porque hablábamos de lo bien que vestía la concertino. “Está muy bella, poeta mire como mueve la mano y con la dulzura que toma el arco, es como que abraza cada nota que hace sonar”. Él siempre tan pícaro, lleno de tanta elegancia y sobriedad. Nada de lo que hicimos esa tarde auguró algún hecho fatal posterior, ni siquiera que me quedé con sus llaves cuando fue a casa. Tampoco que le costó salir, que olvidó la chaqueta y extrañamente, se llevó su teléfono, nunca salía con el aparato, por aquello de que lo fuesen a robar.
Yo leía, solo podía leer, apasionadamente me iba sirviendo del plato denso de la poesía del Paisano poeta. Pensaba también en aquella enamorada que no llegaba aún a casa y en que no había escrito nada en toda la semana. El frío se hizo espeso y agudo. La noche muy silenciosa y solitaria: oscuras las calles que transité al volver a casa. Me esperaba, primero en la lista, aquel libro que tan hace poco había llegado a mis manos. Me lo regaló él, muchacho ejemplar, ese primero de mes, hizo una dedicatoria especial con la maestría de quien firma una carta de amor, yo me reí, a pesar de que vi, más en el sueño que en la vigilia, el libro deseado. Cuando él se fue, yo me quedé leyendo. “Vuelve en una hora”, me dije, “ese debe andar allá afuera del apartamento, hablando con el amigo”, pero no. Pasó una hora, pasó otra y nada que entraba. Salí varias veces de la habitación a cerciorarme de un regreso que aún no se había producido, como quien ve el reloj cada cinco minutos y este nunca avanza, como quien espera una noticia de un médico. La preocupación iba en aumento y la respiración poco a poco se iba cortando en aquella sala de espera. La gente reunida, sin saber exactamente cuál era la situación. El carro andando veloz por la ciudad, dando vueltas como María en la sala, como los libros, como mi mano recorriendo las páginas, mis ojos como dos ruedas girando en el Reino. Nadie se pronunciaba, el silencio espeso y sucio, como el aserrín húmedo, apretaba la habitación. Yo me llevaba las manos a la cabeza, me levantaba, revisaba: nadie en la puerta, seguía leyendo. Él, extrañamente decidió ponerse el cinturón, la comezón en su mano derecha, como un enjambre que vuela cerca de la piel, le llevó a ponerse el cinturón. “Quién sabe, por si acaso”. Ambos reían mientras le daban sorbos tranquilos a la cerveza. Yo me perdía en lo más profundo de la casa, como en una esquina indicada precisamente para mí.
“¿Adónde iba la noche tan tranquila?” era la pregunta que, ceñida a la frente, daba giros descontrolados. Yo, solo veía al siete regodearse en su poema, mientras quedito él cerraba los ojos a una hora desesperada. “No, poeta, no se vaya, vuelva” y no volvió, se despidió de una manera muy tranquila, sonriendo tan gentilmente como para calmar a los presentes. Luego de tanta espera al fin los habían dejado pasar, como yo había permitido la entrada de los libros a la cama, lo rodeaban sus más cercanos, le besaron las manos menudas y se despidieron de la manera más tranquila que conocían. Se detuvieron en la esquina. Alguna figura importante daba la noticia del deceso del poeta, mi teléfono sonó: “Poeta, se nos fue el sietecito, el pajarito ya no aletea”. La lluvia me incendió el pecho y el corazón rojo como el semáforo se aceleró a una velocidad de accidente. Los chocaron por donde él iba sentado, en el puesto del acompañante. El shock paralizó su corazón y yo leí la dedicatoria que había escrito. El choque, fue en una avenida italiana, al lado de un hospital. Alguna figura importante, algunos dicen que ministro, llamó a emergencias, después de haber llamado a un amigo para informarle que cierto poeta acababa de fallecer. Yo solté el teléfono y volví a leer, solo, en mi cuarto, preguntándome qué iba a hacer con esa vuelta a casa entre las manos. Leía al poeta, la dedicatoria, lo llamaba a él y nadie contestaba: ni el libro, ni el poeta, ni él, que salió y volvería en una hora.
Solo habían pasado cuatro días desde que el libro me había llegado a las manos, el ministro tenía solo horas dando la conferencia, yo apenas un par de minutos de haber terminado un último poema, él una hora de haber salido. Como un extraño circulo pasamos aquella noche cuarta del tercer mes.