«Un artista del hambre» – Franz Kafka

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En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.

Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.

A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.

Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.

Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su jaula voluntariamente.

El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.

Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.

Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.

Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.

Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.

Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?

El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del contrato.

Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.

Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.

Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras.

Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.

Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.

*

Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.

-¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?

-Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.

-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.

-Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.

-Y la admiramos -repúsole el inspector.

-Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.

-Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por qué no debemos admirarte?

-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.

-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?

-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.

Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.

-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

FIN

“Ein Hungerkünstler”, 1924

Microcuentos (I y II)

I

Eran como piedras que, en la oscuridad de la noche, querían distinguirse entre las otras y comenzaban a saltar.

II

Por más que volvía a abrir los ojos no conseguía ver nada. El rectángulo que me rodeaba ahogaba todo inútil intento por moverme. Y el maldito olor a tierra delataba que esos infelices me habían enterrado vivo.

La verdad y el narrador. Reflexión sobre la narrativa.

El narrador moderno

En el comienzo de la literatura moderna, con Cervantes -o más atrás si se quiere-, llega un problema que se aparta de la poesía épica y la literatura caballeresca: ¿Quién narra? Ese enfoque sobre la problemática de la narración nos hace notar más problemas acerca de lo narrado (las huellas a seguir para dar con ese que narra y su forma de ser); problemas los cuales pueden ser el qué se narra y hasta por qué se narra; respondiéndolos podríamos tratar de comprender el carácter y la intención de ese ente y su función en el relato.

curvasUn narrador proyecta el relato de formas diferentes, pudiendo exhibirse u ocultarse en lo narrado en función de sus intenciones. Algunos narradores tienen la facilidad de narrar sin mostrarse demasiado; dicen, por mencionarlo de esta forma, lo que saben sin decir que lo saben o cómo llegaron a saberlo. Otros narradores especifican su forma de ser en función de lo que narran; proyectan sus pensamientos dentro de lo relatado y nos hacen enfocarnos más en ellos que en la historia contada.

Están entonces estos cuentos claros y directos, sin mayores intervenciones, y los cuentos reflexivos, en los que la trama parece una mera excusa para introducir la opinión del narrador (y posiblemente también la del autor); una prosa que podemos encontrar muy poética y que incluso puede llegar a prescindir de la trama más que un poema de Baudelaire (que también son casi cuentos). De este modo desdibujamos más y más la línea ondulante que transgrede las nociones de narrativa y poética. Pero el tema que nos apremia ahora mismo reflexionar es la verdad tras lo que se cuenta.

La verdad contra la literatura

alada2La literatura, por excelencia, es lenguaje embellecido, hecho en función de la intención del autor. Si quiere este usar la literatura para enarbolar o ensalzar una idea, un personaje, una historia, lo hará haciendo uso del lenguaje (e igualmente si quiere tachar o refutar). Dentro de eso se pueden expresar las cosas mejor que en el lenguaje cotidiano para hacer que el mensaje impacte más en el lector y se funda mejor con su interior o su compresión, o eso debería. Pero expresar mejor no es acercarse al significado más verdadero de las cosas o decir las cosas de forma más verdadera.

Podemos hacer un paréntesis y decir que la literatura no tiene por qué ser verdad, debe ser bella y así construir una mejor realidad desde la ficción. En eso hay algo más que un superficial positivismo: la literatura no exhibe la verdad mostrándola de forma vulgar, más prefiere hacer uso y juego con ella, falseándola, adornándola, para crear una obra literaria más allá de la verdad. Y en medio de esto se pueden conseguir dislates y posibles interpretaciones sintácticas que problematizan el sentido de lo que se quiere decir.

Como en un relato policial, no todo lo que se dice es cierto. Muchas de las pistas conducen a callejones sin salida o son evidencia de algo diferente a lo que en realidad pasó en el suceso. Una evidencia puede ser sembrada por la fuerza que se opone al esclarecimiento de la verdad; así, una pista que guía al lector puede ser sembrada por el narrador para llevarnos a una figura oculta en el tapiz, inventada para distraer de las otras figuras con las que coexiste.

Un buen autor puede crear narradores muy complejos, que se debaten entre la verdad y el invento; entre el hecho de ser un instrumento de construcción narrativa y ser perteneciente, o mejor dicho, testigo, en un mundo ficticio. Un narrador muy preciso puede soltar el cuento y estar ausente de él; otro, de los que más interesan, puede incluso llegar a estar consciente de su carácter ficticio, como si en cualquier segundo se fuese a dar vuelta hacia nosotros y decir «sé que me están escuchando».

Estos narradores juegan con una personalidad muy humanizada. Sabemos qué está pensando porque parece que estamos en sus cabezas, pero es una cabeza en la que todo ya está preparado para nosotros: para dejarnos ver, o entrever, o sospechar, lo que él siempre quiso (por lo cual es humanizada mas no humana). Nos guiará en sus maquinaciones y usará su historia para justificar sus convicciones.

El narrador nos ha mentido

Un autor, pues, puede estar consciente de que sabremos lo que dice que el narrador sabe. Pero un narrador puede ser mentiroso, trastornado, corrupto, y usar el lenguaje para mostrar menos de lo que sabe y más de lo que quiere que sepamos, y así alimentemos nuestra noción de su realidad y no la verdad oculta tras el telón.

Una mentira puede ser mejor que una verdad, pero nunca puede encajar perfectamente en ese lugar. El narrador oculta tras su lenguaje la intención de comunicar una verdad interior más importante que los hechos reales. Puede contar la forma en que un hombre llora la pérdida de su esposa ocultando el hecho de que él mismo la mató; pero cuando se cuenta la mentira, y no la verdad, el lenguaje no es el mismo y siempre deja pequeñas pistas de que algo se está escondiendo en las sombras; y es cuando el lector, por sí mismo, puede comenzar a sospechar de lo que nos cuenta el narrador y lo que oculta. El autor puede esperar, y tener la mejor fe, de que tendrá entre sus lectores a los mejores detectives para otorgarle un valor importante a la construcción del lenguaje utilizado, más allá de lo que a primera vista puede ser evidente.

Una mentira puede ser mejor que una verdad, pero nunca puede encajar perfectamente en ese lugar.

Un narrador tiene mucho poder a la hora de contar una historia. Puede escoger contarla más clara o más obscura; y aunque cuanto más se fu
nde con las tinieblas y menos podemos ver sobre lo que de verdad ocurre en la historia, hasta casi erradicarla, podemos ver en ese lenguaje tan intencionado el funcionamiento de una mente que intenta construir una realidad para sí mismo, para engañar a alguien, para nosotros, para actuar en función de una intención, sea cuál sea. Y hay que recordar, por último, qué ocultar la verdad despierta siempre más interés por encontrarla.

Noche cuarta del tercer mes

Siempre recordaré el día que llegó el libro a mis manos. Grueso, marcado por el tiempo, como una piedra brava. De manos nobles, aquel ejemplar que tanto había codiciado para mi biblioteca, llegó sin buscarlo. Recordaré también, que nunca salió de la sucursal que había materializado al lado de mi cama, lugar privilegiado para mis libros, pues era como una sala de espera para ser descubiertos, desnudados, devorados. No olvidaré tampoco la extraña sucesión de hechos alrededor de aquel libro, todas las noches en vela que me provocó, como si hubiese estado escrito, en otro libro, la historia de esos días. No olvidaré el susto, principalmente, la llamada anterior a eso, que provoco un oscuro sonido que penetró mi piel, hizo erizar mis cabellos tras la nuca y me recorrió ese frío que, al sentirlo, uno intuye que significa.

El carro partió de la casa, lo recuerdo bien, él se había puesto una camisa verde a rayas y un pantalón jean. No pensó mucho para salir, pues esas fueron las primeras prendas que encontró; era como si la calle lo llamara, lo invitara a pasearse sin control porque no había peligro, eso parecía. En la tarde habíamos estado tranquilos, escuchando el azul vibrar de las cuerdas de un violín, viendo cómo las manos agiles del director dibujaban en el aire compases llenos de gala y dulzura, como si fuese, antes que músico, un pintor que traza líneas imaginarias y con una pintura diluida. Reíamos, porque hablábamos de lo bien que vestía la concertino. “Está muy bella, poeta mire como mueve la mano y con la dulzura que toma el arco, es como que abraza cada nota que hace sonar”. Él siempre tan pícaro, lleno de tanta elegancia y sobriedad. Nada de lo que hicimos esa tarde auguró algún hecho fatal posterior, ni siquiera que me quedé con sus llaves cuando fue a casa. Tampoco que le costó salir, que olvidó la chaqueta y extrañamente, se llevó su teléfono, nunca salía con el aparato, por aquello de que lo fuesen a robar.

Yo leía, solo podía leer, apasionadamente me iba sirviendo del plato denso de la poesía del Paisano poeta. Pensaba también en aquella enamorada que no llegaba aún a casa y en que no había escrito nada en toda la semana. El frío se hizo espeso y agudo. La noche muy silenciosa y solitaria: oscuras las calles que transité al volver a casa. Me esperaba, primero en la lista, aquel libro que tan hace poco había llegado a mis manos. Me lo regaló él, muchacho ejemplar, ese primero de mes, hizo una dedicatoria especial con la maestría de quien firma una carta de amor, yo me reí, a pesar de que vi, más en el sueño que en la vigilia, el libro deseado. Cuando él se fue, yo me quedé leyendo. “Vuelve en una hora”, me dije, “ese debe andar allá afuera del apartamento, hablando con el amigo”, pero no. Pasó una hora, pasó otra y nada que entraba. Salí varias veces de la habitación a cerciorarme de un regreso que aún no se había producido, como quien ve el reloj cada cinco minutos y este nunca avanza, como quien espera una noticia de un médico. La preocupación iba en aumento y la respiración poco a poco se iba cortando en aquella sala de espera. La gente reunida, sin saber exactamente cuál era la situación. El carro andando veloz por la ciudad, dando vueltas como María en la sala, como los libros, como mi mano recorriendo las páginas, mis ojos como dos ruedas girando en el Reino. Nadie se pronunciaba, el silencio espeso y sucio, como el aserrín húmedo, apretaba la habitación. Yo me llevaba las manos a la cabeza, me levantaba, revisaba: nadie en la puerta, seguía leyendo. Él, extrañamente decidió ponerse el cinturón, la comezón en su mano derecha, como un enjambre que vuela cerca de la piel, le llevó a ponerse el cinturón. “Quién sabe, por si acaso”. Ambos reían mientras le daban sorbos tranquilos a la cerveza. Yo me perdía en lo más profundo de la casa, como en una esquina indicada precisamente para mí.

“¿Adónde iba la noche tan tranquila?” era la pregunta que, ceñida a la frente, daba giros descontrolados. Yo, solo veía al siete regodearse en su poema, mientras quedito él cerraba los ojos a una hora desesperada. “No, poeta, no se vaya, vuelva” y no volvió, se despidió de una manera muy tranquila, sonriendo tan gentilmente como para calmar a los presentes. Luego de tanta espera al fin los habían dejado pasar, como yo había permitido la entrada de los libros a la cama, lo rodeaban sus más cercanos, le besaron las manos menudas y se despidieron de la manera más tranquila que conocían. Se detuvieron en la esquina. Alguna figura importante daba la noticia del deceso del poeta, mi teléfono sonó: “Poeta, se nos fue el sietecito, el pajarito ya no aletea”. La lluvia me incendió el pecho y el corazón rojo como el semáforo se aceleró a una velocidad de accidente. Los chocaron por donde él iba sentado, en el puesto del acompañante. El shock paralizó su corazón y yo leí la dedicatoria que había escrito. El choque, fue en una avenida italiana, al lado de un hospital. Alguna figura importante, algunos dicen que ministro, llamó a emergencias, después de haber llamado a un amigo para informarle que cierto poeta acababa de fallecer. Yo solté el teléfono y volví a leer, solo, en mi cuarto, preguntándome qué iba a hacer con esa vuelta a casa entre las manos. Leía al poeta, la dedicatoria, lo llamaba a él y nadie contestaba: ni el libro, ni el poeta, ni él, que salió y volvería en una hora.

Solo habían pasado cuatro días desde que el libro me había llegado a las manos, el ministro tenía solo horas dando la conferencia, yo apenas un par de minutos de haber terminado un último poema, él una hora de haber salido. Como un extraño circulo pasamos aquella noche cuarta del tercer mes.

El falso cuaderno y el verdadero yo, o el reflejo que se ve a sí mismo desde el espejo. Reflexiones sobre El Falso Cuaderno de Narciso Espejo.

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Guillermo Meneses (Caracas, 14 de diciembre de 1911 – Porlamar, 29 de diciembre de 1978)

El carácter reflexivo de la novela de Guillermo Meneses, El Falso Cuaderno de Narciso Espejo, se hace evidente y estridente desde el momento en que leemos nada más el título de la obra. Podríamos pensar que el hecho de que diga “falso” en el nombre no hace necesariamente obvio que lo que vamos a leer sea algo falso (después de todo, ¿toda la literatura de ficción, y no de tan ficción, no está basada en inventos, adornos, falsedades y mentiras de una forma u otra?), podría tratarse de un objeto dentro de la novela que corresponde con ese rótulo, como si se tratase del “falso” almohadón de plumas, o harry potter y la “falsa” piedra filosofal; obras que ponen en su título a un objeto de central importancia en la trama porque así lo considera apropiado el autor. Y así se cumple en la novela de Meneses: de hecho existe el objeto llamado falso cuaderno de Narciso Espejo, el cuaderno apócrifo, pero se trata del mismo libro que estamos leyendo durante el desarrollo de la novela, ese que es falso. Por lo tanto lo que estamos leyendo debe ser realmente falso y tiene toda la intención de serlo. Tiene la intención de que no creamos ni una palabra de lo que dice, o eso sugiere; pero nuestra lectura puede enfocarse en la posibilidad de creer en algo; ¿en qué?

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Podemos resumir que todo el cuaderno es falso y allí terminamos, pero eso sería ignorar lo que es verdad: alguien escribió el cuaderno, con falsedad desde el principio, pero con eventos reales dentro de la historia, personajes reales y un retrato de sí mismo dentro, aportando el objeto de cierta significancia, y más al hacerlo interactuar con el mismo contenido diegético que posee. Por otro lado, y al final, la persona biografiada niega el cuaderno, eso es algo que nos puede asaltar con una fuerte inquietud: ¿Cómo tachas algo que ya ha sido negado por sí mismo? Podríamos decir que en esa parte Pedro Pérez viene a decir algo parecido a “esa mentira es mentira”. Sí, está bien, ¿pero eso no es una doble negación? Es decir, ¿lo que acabamos de leer es entonces verdad o no? ¿O este es el último intrépido intento de Guillermo Meneses por llevar la novela a las más incandescentes llamas de la autodestrucción?

Desde antes de enfrentarme a la novela, y mientras la leía también, me había encontrado pensando acerca de algunos problemas con respecto a la relación narrador-autor, el desdoblamiento del narrador y la creación del mise en abyme o la narración enmarcada, así llamada la inserción de una narración dentro de otra, como si se tratara de matrioskas. Tal vez es una obsesión mía por haber visto en algunos relatos vanguardistas una especie de intención de esconder al autor a través de la creación de un personaje que enmascare a su autor, más allá de pensar que de hecho escribir un relato de forma autodiegética u homodiegética ya acerca bastante la figura del autor y narrador en nuestra imaginación, sobre todo cuando ese narrador está siendo paralelamente autor de algo que escribe; y como esto es precisamente lo que hace Juan Ruiz al enmascararse con la figura de Narciso Espejo, no pude dejar de pensar que Meneses, de forma consciente, estaría haciendo aquello al mismo tiempo usando a Juan Ruiz como máscara; o quizá todos los personajes al mismo tiempo como múltiples máscaras.

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«Selfconfidence» (2014) de Deenesh Ghyczy

Sin olvidarnos de ninguno de estos problemas tomemos al autor y los narradores de los que hace uso para armar el discurso de la novela. Primeramente está Meneses, como autor, luego Juan Ruiz como narrador autodiegético que se desdobla en otro narrador llamado Narciso Espejo, con el que va a estar constantemente intercalando. Luego tenemos otro narrador, principalmente heterodiegético, que parece contarnos las partes más cercanas al desenlace de la historia, que ya no se trata de Narciso Espejo ni Juan Ruiz. Inclusive podríamos conseguir un cuarto narrador que solo interviene para ordenar todos los “Documentos” en un solo texto, con una especie de carácter policial, por lo que podemos pensar que se trate de un detective investigando el caso del suicidio de Juan Ruiz, tal vez con relación a otro evento de ese día, como el asesinato. Esto lo podemos plantear solo porque las partes que constituyen la obra son llamadas “Documentos”, solo por eso, pero es también, a mi parecer, otro ingenioso juego que hace Meneses para agregar más posibilidades narrativas al ya turbio paisaje diegético del cuaderno en que ya uno vacila al decir quién está contando todo ese pasticho narrativo.

Las posibilidades de que una narración pueda desdoblarse y recibir continuamente narraciones enmarcadas es llevada al límite aquí, para atender una necesaria conclusión para nosotros: no hay un límite. En los espacios más profundos de ese juego, Meneses, autor de la novela; parece haber creado un narrador implícito que ordena los documentos; en los que está creado Juan Ruiz, narrador y autor del cuaderno apócrifo; crea a Narciso Espejo, narrador ficticio de su autobiografía; que al final de esta cadena inserta un narrador heterodiegético que relata la reinterpretación del mito clásico de Narciso Espejo. Al mejor estilo del Inception de Nolan, podemos bromear y decir que esto es una “narraception”.

Al mejor estilo del Inception de Nolan, podemos bromear y decir que esto es una “narraception”.

Ahora, llegando a eso que ansiaba con todo esto, pues el juego de espejos, reflejos y máscaras es algo que merece mucha reflexión en mi opinión; podemos pensar que un autor hace uso de voces poéticas o narradores a modo de máscaras para expresar, opinar y contar lo que hay dentro de sí. Esto quizá se puede más conectar con la poesía, pues en la narrativa es un estándar y una aparente obligación en teoría literaria el separar y distinguir el narrador del autor para así no confundir y darle explicaciones biográficas al contenido diegético, pues todo debe estar dentro del texto, y fuera de este: nada. Sabemos que esto no es tan así pues varias veces los escritores suelen jugar con la hipertextualidad o usar sus experiencias personales en la construcción de su obra. Esto no le quita ningún mérito a la creación del mundo ficticio contenido en una novela y seguramente un autor estará más contento con que la obra se valga por sí misma y hable por él sin que debamos preocuparnos de lo que él había vivido para llegar a escribir eso, aunque sepa que siempre está contando algo de sí mismo y el lector pueda captarlo.

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«Narciso» (1597-1599) – Caravaggio

Ya antes dije que Guillermo Meneses puede estar usando a Juan Ruiz como máscara, esto a la manera de una voz poética, para desdoblarse y ocultar su verdadero yo. Pero a la vez Juan Ruiz crea a Narciso, el que se mira en su apellido, el espejo. Juan Ruiz se convierte en una sombra de su propia máscara al interactuar con ella, o crea un reflejo en forma de espejo y se mira a sí mismo; descubierto con su máscara. Narciso Espejo es un reflejo creado por Juan Ruiz, espejo en el que se ve reflejado todo el interior de Juan; una máscara que no esconde sino que confunde mostrando todo lo que pretende ocultar. Y si Juan Ruiz es una máscara narrativa de Guillermo Meneses, el verdadero yo, entonces Guillermo ha creado la máscara más elaborada y estridente imaginable, una que se desdobla, muta, confunde, y oculta el yo verdadero hasta casi hacerlo desaparecer. Pero, ¿una máscara tan elaborada y compleja no dice de hecho algo muy profundo sobre quién es el autor de ella? El juego está en la máscara viendose en el espejo confuso, el espejo que es a la vez una proyección de la máscara, y una máscara que es un reflejo. Y debajo de todo, una persona, una humanidad, que permite la existencia de todo el juego de espejos que ha creado desde adentro.

Y yo, después de todo esto, soy Narciso Espejo.